Hasta
hace poco, creo, fui un lector algo romántico. Aún cuando el ámbito
laboral en que estoy sumergido me encasilla a ser un tecnócrata
confeso, en el mundo literario me negaba al uso de lo "último
en tecnología" para leer. Quizás porque lo último en
tecnología es hablar también del último grito de la moda y demás
está decir que aborrezco las modas. ¿O será que me equivoco y sólo
es por aquello de lo romántico? En cualquier caso, hasta hace unos
cuantos meses me negué a leer sobre una pantalla digital. Leer
ficción, claro.
El
libro, el objeto, no sólo me parece el mejor invento de la
humanidad, preservando su memoria y su imaginación, sino que trae
tras de sí una serie de "motivadores sensoriales" que hace
que te conviertas en eso que dije al principio: un romántico. El
olor, la textura, el color del papel, del texto, los sonidos únicos
de un pasar de páginas (pudiera agregar el sabor, aunque no llego a
tales extremos). Toda una experiencia para los sentidos.
Desde
hace unos cuantos años colecciono, bajo el mundo picaresco de la
piratería, libros en formato digital portátil. Me refiero en pdf.
Pero nunca pude leer más de tres páginas en la pantalla del
computador, inclusive si era un libro imposible de conseguir en papel
en la ciudad donde vivo. Seguí coleccionándolos, sin convertirme en
un coleccionista profesional, sólo para tenerlos como referencia,
para consulta rápida, para leer alguna página o párrafo en
particular o tomar alguna cita interesante.
Luego,
llegaron los formatos que caracterizan a los libros digitales de
ahora. Y sus dispositivos de lectura digitales. Tampoco me
convencieron y tampoco pensé en gastar dinero en esos dispositivos.
Mi experiencia de lector en ese mundo virtual se encontraba lejos de
empezar. Y empezó por una necesidad ingrata: Sin poder precisar hace
cuántos meses atrás, paseaba por una de las pocas librerías que
existen en mi ciudad. ¡No encontré libros por debajo de cien
bolívares! Unos 12 euros o 16 dólares estadounidenses. Puede
parecer un drama excesivo de mi parte, pero vislumbré el fin del
mundo.
Entre
doscientos y trecientos bolívares se encuentran las novedades
editoriales en Venezuela. Y hasta más. Para este lector romántico,
supuso el fin de las compras mensuales de libros: de dos o tres obras
que adquiría al mes hace un años atrás, actualmente he dejado de
comprarlos. Al menos no con esa periodicidad y cantidad. Y no por
gusto. Ahora recorro las librerías como un indigente recorre las
cafeterías y restaurantes de la ciudad.
La
solución, como se habrá inferido, fue comenzar a leer a través de
la pantallita de esos llamados teléfonos inteligentes. Por supuesto,
a bordo siempre del barco pirata y con pata de palo, porque sin las
divisas necesarias imposible adquirir los e-books ofertados en
Internet.
Pero
no voy a quejarme.
Acabo
de leer mi primer libro digital, la novela 1Q84, libros 1 y 2
del japonés Haruki Murakami. La experiencia no fue mala, pero
tampoco fue satisfactoria. Aunque ya había leído en papel (ahora
hay que apellidar al libro, digital o papel) Kafka en la orilla
del mismo autor dejándome un buen sabor de boca, ésta otra no dejó
mucha sombra en mí. No puedo asegurar si la culpa fue de la vaca
(del formato digital) o no. Aún así, pude leer ese libro en esa
pantallita. Todo un logro.
Lo
cierto es que poseo una biblioteca digital de 265 libros y en
constante aumento, entre clásicos latinoamericanos y universales,
algunos gratuitos y la mayoría “pirateados”. Entre ellos,
algunos de los que he tenido que resignarme a leerlos digitalmente
por la imposibilidad de comprarlos en papel: un par de libros de
Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina, Ian
McEwan, Eduardo Mendoza, entre muchos otros.
Luego
del autor japonés, continúo con La noche del oráculo de
Paul Auster (esta vez sí en libro de papel) y para la pantallita
digital (y no perder la recién adquirida costumbre) Mientras
escribo de Stephen King. Mientras espero, a ver cuándo abandono
esta indigencia literaria. O ésta me abandone a mí.